Pequeños Cuentos Para Gente Grande
La naturaleza del señorío

SOLÍAN pensar que compartían los mismos gustos por el deporte o que los hermanaba esa pasión por el mismo equipo, que les aceleraba el corazón y les erizaba la piel. Sentían como si sus familias fueran del mismo equipo por el que sufrían y festejaban cuando ganaban. O como si ellos fuesen, capitanes de naufragio que, llegado a buen puerto, se abrazaban gozosos por la ventura realizada.
Esta cofradía compartida parecía estar sustentada en un sentimiento que los hermanaba como pares iguales. Pero lo cierto, es que esa igualdad solo estaba destinada para quienes consideraban idénticos. En ese mismo instante y lugar, parecía instalarse por decantación la diferencia: los de afuera, los desiguales, los impares.
Aquellos que no sabían cómo caminar junto a ellos en la adversidad y transformarla en prosperidad. Aquellos que no guardaban similitud en la entrega, compromiso y pasión por la causa que los unía. Por eso, en su naturaleza misma residía su fuerza. Y también por eso, anidaba latente y acorazonada su propia fragilidad.
Fernando lo sabía. Por eso se obsesionaba y esmeraba por ganar en el día a día. Y mientras más ganaba, más poder sentía y más orgullo por pertenecer sentía. Reverberaba la vanidad. Se desplegaba en abanico de colores como pavo real desplegando orgulloso su colorido. Mientras el germen de la humillación carcomía en silencio por dentro a todos por igual, aunque de distinta manera.
Tanta satisfacción no le dejaba lugar a Fernando para la búsqueda de quien lo acompañara a disfrutarlas. De quien gozase a su par de sus ganancias, de sus alegrías y sus éxitos. Necesitaba una socia, una compañera que validara sus logros, que reconociera sus alegrías y que festejase con él con algarabía de sus triunfos en la vida. Cuando por fin pensó que la había encontrado, Fernando se entusiasmó más. Ahora tenía más razones para seguir adelante: más trabajaba, más ganaba, más festejaba.
Con el paso de los años, su compañera enfermó gravemente. Se sentía desalentado ya no tenía quien lo acompañara, quien lo apoyara con sus sueños, se encontraba solo en los festejos. Fernando estaba tranquilo de poder brindarle a Gabriela los mejores médicos que se pudieran disponer para esa patología. Su orgullo se hinchaba satisfecho de encontrar una razón útil por la cual existir.
Quiso el destino que no hubiera tiempo para despedidas. Mientras Fernando coronaba su vida orgulloso con el mayor de sus logros; a Gabriela se le extinguía la suya, sumida en la más grande de las tristezas: la indiferencia.