El pan de Mia

lechuza rosa

MIA estaba cansada. Todo demasiado difícil, pensaba. Trabajaba arduamente durante el día. Los tibios rayos del sol jamás vería. Los días estaban destinados al desencanto de las sirenas. Cuanto más cantaban, más desencantadas estaban. Paradójico pensaba Mia. La esperanza anochecía. Como lo hacían los días. Los cantos parecían estar destinados a la oscuridad de la luz de la luna. Los aullidos de los lobos reinaban encantados.

Los fines de semana Mia, trabajaba el doble. El aseo de la casa, la organización de los banquetes, las invitaciones para los comensales, todos los detalles imprescindibles para la atención de los agasajos debidos. Mia terminaba extenuada. Agotada de tanta permeabilidad, de tanto derroche de amabilidad, de tanta atención y gentileza. De tanto pan repartido.

El acto mismo de repartir cotidianamente era lo que la agotaba, la diezmaba, la mutilaba, la dejaba con agujeritos en el alma que ya no podría reponer, reemplazar o tal vez volver a cultivar. Sencillamente, se había acostumbrado a contar las migajas que la atención le devolvía.