Los desalmados

LA humanidad avanzaba sin preguntarles. Preocupada más por su vehemente instinto de supervivencia, que por el fuego interno mismo que la sostenía. Implacable en su hacer, avanzaba pisoteando todo a su alrededor. Donde ponía un pie, quedaban cenizas de cualquier tipo de vida que allí hubiese habido. Incluso la humana. Sin molestarse en discriminar entre unas y otras. Al fin de cuentas: vidas por igual.
Alrededor de ese gigante pie invisible y solo como por antinomia, resplandecía todo tipo de formas. El musgo más insignificante podía llegar a ser el más esponjoso, verde y suave que pudiese haber llegado a existir. La flor más pequeña emanaba destellos de color que la engrandecían. Pero solo por contraste. Y allí en donde pasaba su pie quedaba todo devastado. Solo cenizas. Algunas con nombre de santo a cuestas.
Otras, sencillamente imposible de ser identificadas; pero las unía el mismo destino gris: el de esas pérdidas cristianas que nos mal enseñaron como necesarias, para merecer el cielo. Y algunas almas deseaban con ardor seguir siendo musgo verde y esponjoso. Quizá por miedo. Vaya a saber uno, qué cuestiones se debatían en su interior. Otros, deseaban seguir siendo pequeñas; por miedo a perder el color que las hacía grandes. O vaya uno a saber.
Todo tipo de vidas desparramadas, por el cruel asfalto de una ciudad cualquiera. O por el frío barro, de una aldea en particular. Qué más daba. Unos y otros vagaban hacia sus quehaceres cotidianos. Algunos con más, otros con menos. Pero todos con el mismo principio de gravedad que llevaban a cuesta: sus almas.
Como una especie de ancla en común que aún los sostenía, como temiendo desaparecer en lastimosas cenizas. Resignados a poco. Piadosos por temor a todo. Permanecían en sosiego por miedo a perder lo perdido: como el cielo mismo.
Opulentos de deseos. Soberbios para todo. Permanecían con ira, matando para alcanzar lo inalcanzable: como el cielo mismo. Pero solo por contraste. Las ganancias los dividía. Las pérdidas los unía: como el cielo mismo.
Transitaban pensando que existían y formaban redes sanguíneas pensando que se amaban, o al menos que engendraban descendencia. No se distinguía bien la diferencia. Tampoco importaba, lo registraban como ganancia. El vacío los sostenía por adentro. Los mantenía erguidos. Repletos de la nada misma, sin lugar para algo más. Por eso el alma andaba a cuestas, como el peso absurdo de las cruces cristianas en eterno viacrucis. Como el peso de las destartaladas vasijas de agua manantial, en la ajeada espalda de huesos sedientos. Qué más daba.
Los unía la travesía de un destino irrelevante, teñido de un gris ceniciento. Destino bizarro de un dios poderoso. Rendían culto a sus dioses, esforzándose por alcanzar el cielo. Pero no podían percibir que solo volaban alto: las cenizas envueltas en el viento sagrado de los cambios.