La victoria de Milena
MILENA estaba harta de los olivos. Había nacido entre ellos y estaba cansada de ver a su familia trabajando en la trastienda de la venta de aceite.
- Solo para engordar, pensaba.
Desde pequeña había sufrido los embates familiares por el manejo de la aceitera que sostenía los orígenes acaudalados de su familia. Una verdadera guerra por quien se quedaba con las ganancias excedentes; eran solo el maquillaje, que sostenían una solapada mirada de la familia como construcción de poder de uno sobre los otros. Milena pensó en renunciar a todo. En mudarse. En cerrar toda posibilidad de contacto, con el sabor delicioso de los pancitos caseros con oliva perfumado en especias, que le hacía su abuela las tardes calurosas de verano.
No alcanzaba tanta distancia. Se sentía enredada en un mundo en el que no lograba ser feliz. No conciliaba sus sueños de paz mundana en Tierra Santa. No le cerraban las cuentas. Le faltaba el sabor agridulce en el paladar, de las ensaladas mediterráneas con oliva que preparaba su madre; un domingo con luz de otoño en familia. Milena se perdía entre los olivares pensando en el sentido de las cosas que le ocurrían. Como en un laberinto. No encontraba la salida a tanta ambigüedad, a tanta distopía junta, a tanto sinsentido dulce y absurdo clavado en sus entrañas de olivo.
Había perdido la noción del tiempo, del sabor de las cosas simples y del sentido divino que la mantenían viva. Una herradura vacía de suerte. Un derrotero de emociones perplejas. Una huella disuelta, una esperanza cenicienta. Había desaparecido la tierra y el cielo que la sostenían. Estaba suspendida en el espacio. Sus olivos enterraban las raíces en el techo transparente del vacío y sus frondosas ramas colgaban bamboleantes como abrazando un suelo incierto y esquivo. Así las cosas.
Con las reglas cambiadas, Milena sintió que pudo liberar su pelo malicioso. Pararse encorvada y mirar la tierra que alimentaba sus olivos resecos. Sentir el castigo del viento furioso en su cara devaluada por surcos inertes y hasta atacar con inútiles palabras, a un sol en decadencia, que se negaba a devolver el trabajoso verde a sus hojas perfumadas.
Parecía el fin de un intrincado laberinto de olivares, un rayito de luz cualquiera donde refugiar sus esperanzas y rearmar sus sentidos. Una bocanada de aire. Un rezo. Una mirada a su pedacito de cielo por el que surca una paloma atrevida y el retumbe estremecedor de su corazón latiendo fuerte, anunciándole que aún sigue viva.